Julio del 2006

A salto de mata VIII: amor de padre

Por Manuel Márquez - 24 de Julio, 2006, 18:56, Categoría: A salto de mata

Una imagen recurrente en todas las televisiones y periódicos, la del podio del Tour de Francia, finalizado ayer en París. Un podio que me llama poderosamente la atención, por la presencia en él, en contra de lo que suele ser habitual, de cuatro personas, en vez de tres: junto a los tres primeros clasificados en la general de la prueba ciclista, y tomado en brazos por su padre –Oscar-, Juan, Juan Pereiro. El crío que, algún día, y aun cuando no llegue a montar una bicicleta ni una sola vez a lo largo de toda su vida, podrá decir que él estuvo allí una vez, en el podio del Tour, aunque no pueda recordarlo, y que estuvo allí con su padre.

No conozco a Oscar Pereiro. La imagen que de él han transmitido los medios en los que tan recurrente ha sido su presencia a lo largo de la pasada semana, por mor de su maillot amarillo en el Tour, ha sido la de un chico extrovertido, simpático, fuerte y con mucha confianza en sí mismo. Y no es que no me la crea, o me inspire algún tipo de incredulidad, o recelo: es que ya es bien sabido que la imagen que trasnmiten los medios es mera y simplemente eso, una imagen: algo parcial, limitado, imposibilitado objetivamente para captar todos los matices y recovecos de aquello a lo que representa. Para poder hablar de él con fundamento, necesitaría más, mucho más; más datos, más elementos. Así que no hablaré de Oscar Pereiro.

Pero sí lo haré de algo puntual, algo evidente, algo concreto: su gesto, ese tomar a su hijo en brazos sobre el podio de París. Puede parecer algo obvio, lógico, natural; probablemente, así sea. De todos modos, compartir el mayor momento de gloria personal con un hijo es algo que no está al alcance de todos: suelen mandar circunstancias que no se controlan y que lo hacen imposible, inviable. Y, más allá de eso, incluso para aquellos a cuyo alcance está, no siempre es algo habitual, frecuente: supongo que priman otras consideraciones, otros enfoques, otras maneras de ver las cosas. En cualquier caso, ese gesto de Oscar Pereiro me parece hermoso, inmensamente hermoso. Y su hijo no podrá recordarlo, pero él sí podrá hacerlo: siempre, durante todo el resto de su vida, podrá recordar, y decir, qué él estuvo allí una vez, en el podio del Tour, y que estuvo allí con su hijo. Qué suerte. Qué envidia. Felicidades...

Grageas de cine XX: a propósito de... Costa Brava (España,1994)

Por Manuel Márquez - 23 de Julio, 2006, 19:22, Categoría: Cine: Grageas de ...

Hay películas buenas. Hay películas malas. Y hay películas curiosas (que pueden ser buenas o malas, pero que, fundamentalmente, son curiosas). Costa brava, el debú en la dirección de su realizadora, Marta Balletbó-Coll, es una película curiosa: sencilla, humilde, fresca, tierna. Evidentemente, puede no gustar, sobre todo, si no simpatizas especialmente con la personalidad de sus dos intérpretes principales, que absorben, con un protagonismo absoluto, su trama central, y son el eje alrededor del cual gira toda la historia; o si no sientes atracción alguna por una determinada forma, muy despojada de artificios y un tanto "rústica" (por llamarla de alguna manera –y valga la paradoja, dado que es ésta una película que se desarrolla, salvo en las largas y preciosas excursiones por esa Costa Brava a que alude en el título, en entornos urbanos-), de hacer películas (según propia confesión, plasmada en los créditos, la peli fue filmada en sólo catorce días; de los cuatro duros con los que se hizo, no se realiza ninguna mención explícita, pero, dada la evidencia visual, tampoco parece mayormente necesaria...). Pero no se le puede negar su condición de producto diferente, muy a contrapelo de lo que vemos habitualmente en las salas de exhibición.

Costa brava es, también, una reivindicación, sin discursos grandilocuentes y sin formulaciones retóricas –y muchos años antes de que las pusiera bajo foco un film (por otro lado, totalmente distinto en su articulación y tono narrativos) como el celebradísimo Brokeback mountain-, de las relaciones homosexuales; en este caso, femeninas. En la línea de sus muy militantes compañeras canadienses Rose Troche o Patricia Rozema, Balletbó-Coll –una especie de Juan Palomo, o mujer orquesta (escribe el guión, produce, dirige e interpreta a la primera dama de la función), que exhibe un derroche de energías, al menos en sus apariciones en pantalla, realmente encomiable- posa una mirada amable y comprensiva sobre esa pareja integrada por Anna y Montse, en la que a la primera le toca asumir el papel de impulsora convencida y a la segunda el de escéptica dubitativa, desarrollando, con las circunstancias laborales de ambas –tanto en un caso como en otro, a la expectativa de una marcha lejana- como telón de fondo, una sencilla historia de amor, una historia en la que no hay cabida para el glamour ni el exceso, sino, más bien, para el entronizamiento de lo cotidiano, la exaltación de los pequeños placeres del día a día, la celebración de una palabra cariñosa, una sonrisa, un gesto como aquello que realmente importa.

Costa Brava, naturalmente, no es Casablanca, ni Lo que el viento se llevó. Tampoco lo pretende –y, si lo pretendiera, sería un auténtico fiasco: nada habría tan patético como desproporción tan monstruoso entre medios y fines-. Pero es una demostración entrañable de que, con una cámara en una mano y un puñado de ilusión en la otra, se puede hacer cine; un cine que, desde luego, no alcanza niveles de exquisitez o gran excelencia técnica, pero sí ostenta una capacidad indudable para tocar ciertas fibras sensibles.

Grageas de cine XIX: a propósito de... Las cosas que nunca mueren (Blue sky; U.S.A., 1994)

Por Manuel Márquez - 16 de Julio, 2006, 18:32, Categoría: Cine: Grageas de ...

Cuando uno es víctima habitual de tendencias compulsivas en los más diversos órdenes de su vida, no es difícil que experimente una transformación conforme a la cual, como Doctor Jekyll abocado a convertirse irremisiblemente en Mister Hyde, se pasa de ser candidato a cinéfilo a constituirse en cinéfago convicto y confeso. Es posible que no se trate de mi caso, en este momento –se supone que estoy realizando, más bien, el viaje de vuelta de esa "ruta turística"-, pero sí que pudo serlo en un tiempo no muy lejano, hace no tantos años, cuando no sólo veía películas sin tasa ni medida, sino que, por lo demás, era bastante poco (por no decir, para ser más propio y preciso, nada) selectivo a la hora de elegir títulos.

Los lodos provenientes de tales polvos aún están ahí, aunque sea vergonzantemente camuflados en bolsas de plástico de aspecto ciertamente sospechoso desparramadas por cualquier rincón de mi piso, y se manifestan en forma de pilas de cintas de vídeo que contienen un sinfín de títulos que, en su momento, me pudieron parecer de algún interés (¿?), y que, vistos hora, constituyen una muestra muy reveladora de cómo el criterio es algo que más vale la pena dejar macerar reposadamente a la espera de que el tiempo, juez implacable, haga ese trabajo que sólo él sabe hacer tan maravillosamente bien. Y, mientras tanto, contemplo, de vez en cuando, alguno de esos títulos, para vergüenza propia, y para darme el gustazo de practicar, después del visionado en cuestión, lo que viene a ser un remedo o adaptación de ese socarrón ejercicio carvalhiano con el que el héroe detectivesco del tan llorado Vázquez Montalbán ponía algo de orden y ligereza en su abultada biblioteca, sustituyendo, eso sí, los libros por cintas de vídeo y la glamourosísima chimenea de don Pepe Carvalho por el bastante más rústico y cutre cubo de la basura. Cosas que tiene la vida...

Uno de esos films vistos recientemente, es Las cosas que nunca mueren (Blue sky; U.S.A., 1994), una producción estadounidense rodada en 1991, dirigida por Tony Richardson, y protagonizada por dos intérpretes veteranos y de prestigio, como son Tommy Lee Jones y, sobre todo, Jessica Lange, que se encontraba, a la sazón, en la cúspide de su esplendor, tanto físico como artístico. Aquí, desde luego, era la estrella absoluta de la función, en un papel de esposa tarambana y desequilibrada que lleva por la calle de amargura tanto a su fiel y sacrosanto esposo (un bastante eclipsado y contenido Jones) como a sus dos rubísimas y amadísimas hijas (una de ellas, Amy Locane, que eclosionaría poco después, flor de un día, protagonizando Cry-baby, de John Waters, junto a Johny Depp –una de esas peliculitas por la que siento especial debilidad, y de la que tendré que hablarles en otra ocasión, muchísimo más largo y tendido, naturalmente...-), en un trabajo cuyo extremismo histriónico recuerda, en más de una secuencia, los momentos más descabalados de su anterior y celebradísima Frances (U.S.A., 1982). La mezcla de los devaneos y desequilibrios de la buena señora (dicho sea lo de buena en todos los sentidos: la Lange exhibe generosamente unas esplendideces al nivel de las más aclamadas maggiorate de los 50" y 60"), y sus repercusiones en la relación familiar, con una trama de pseudointriga militar-nuclear que, por poco desarrollada, apenas si queda en un mero esbozo, termina dando como resultado un film insípido, inconsistente y del que, momentos después de haberlo visto, apenas si cabe recordar eso en lo que tanto he insistido ya: la presencia exhuberante y deslumbrante de una Jessica Lange en registro estrellona integral. Y paren ustedes de contar.

En el mismo paquete (o sea, en la misma cinta de vídeo), iba incluida otra muestra impagable del "mejor cine estadounidense de los 90"", titulada Te puede pasar a ti (It could happen to you; U.S.A., 1994), de Andrew Bergman, con Nicholas Cage y Bridget Fonda: pero de esta comedia amable con la que Bergman –un director del que me había encantado su película anterior, Luna de miel en Las Vegas (Honeymoon in Vegas; U.S.A., 1992), tan mala como ésta, o peor, pero por la que también siento una especial debilidad- pretendía (quedándose, cómo no, a miles de millones de años-luz de distancia) emular al Capra más bonachón y sensiblero, mejor les hablo otro día, no sea cuestión de que, con una sola reseña, les cause una impresión demasiado fuerte, y termine dejándoles, irremediablemente, con la duda de si deberían compadecerme (por los gustos que, en un momento dado, tuve) o felicitarme (por el buen criterio con el que, en un momento dado, conseguí cambiarlos). ¿O debería ser al revés...?

Los jueves, cine: Princesas (España, 2005)

Por Manuel Márquez - 13 de Julio, 2006, 21:39, Categoría: Cine: Los jueves, ... (críticas)

Si por algo se ha venido caracterizando,a lo largo de toda su carrera, el cine de Fernando León de Aranoa, cuya obra ha alcanzado ya a estas alturas una relevancia bastante superior a la que cabría esperar de su aún no muy elevado volumen, es por su sutil, y a la vez profunda, capacidad para retratar, desde historias intensamente personales e individuales, el alma y la esencia de ciertos colectivos a los que los protagonistas de esas historias pertenecen. En ese aspecto, Princesas  constituye una muestra más, y a un idéntico excelente nivel, de esa facultad que el director había desarrollado de manera excelente tanto en Barrio como en Los lunes al sol (y no tanto en su opera prima, Familia, film de un corte temático bastante distinto).

Las Princesas de Fernando León, Caye y Zule (fabulosamente interpretadas por una increíble Candela Peña, con un cuajo y una madurez impensables, pese a su tremenda calidad, para una actriz con su corto historial, y una no menos impresionante Micaela Nevárez, debutante en estas lides con un trabajo por el que obtuvo el merecedísimo reconocimiento del Goya a la mejor actriz revelación), son dos prostitutas, y, como tales, se mueven, cada una a su modo y manera, en un "entorno profesional" con una problemática social, económica y familiar muy específicas (y que el director sabe reflejar, a modo de "atrezzo temático", con su peculiar maestría: sin pontificar; sin pretensiones documentalistas; sin cargar las tintas sobre los aspectos más sórdidos, que no rehúye, pero que tampoco subraya; con una mirada, en suma, amable, pero no ingenua), pero, por encima de eso, son personas, con sus miedos, sus incertidumbres, sus inseguridades, y, sobre todo, sus necesidades (de ternura, de comprensión, de respeto). Son éstas últimas, decantación de todo lo anterior, las que empujan a ambas a encontrarse, a trabar relación y a desarrollar algo que no sabemos si se puede llamar amistad, pero que, en caso de no serlo, se le debe parecer bastante. En cualquier caso, estamos ante una hermosa historia de afectos mutuos entre dos almas desorientadas y con dificultades serias para encontrar el lugar que realmente desean ocupar en el mundo.

No creo en el cine (ni en el arte) necesario, pero sí que creo que hay películas más "convenientes" que otras –por sus valores estéticos, técnicos o humanos-. Princesas es, sin duda alguna, una película muy conveniente, y, desde esa perspectiva, se la he de recomendar a todo aquel que pueda estar interesado en acercarse a un pedazo de celuloide vivo, palpitante, sentido, y, no por ello, menos completo o satisfactorio desde la perspectiva lúdica a que un espectáculo como el cine también puede atender. Una excelente propuesta para conocerlas mejor, a ellas, y conocernos mejor, a nosotros.

A salto de mata VII: Ciudadano Ratzinger

Por Manuel Márquez - 11 de Julio, 2006, 21:06, Categoría: A salto de mata

Ha pasado por España recientemente –por Valencia, para ser más concretos-, con el fasto y boato que le son propios y consustanciales a su condición de máximo mandatario de una institución que se predica como abanderada de la pobreza y la sencillez en el mundo –ya saben, lo de la Iglesia y la coherencia siempre fue un matrimonio de esos que ellos mismos gustan de calificar como "raritos", o "contra natura", y de coyunda bastante incierta, por lo inhabitual...-, el ciudadano alemán Joseph Ratzinger, también conocido por su alias –mucho más mediático, ciertamente- de Benedicto XVI. Me merece todo el respeto del mundo: tanto como el fontanero somalí Filomene Soyinga, como el abogado turco Ismail Ardayan, o como el camarero de Logroño (España), Antonio Pérez; como cualquier ser humano que haya sobre la faz de la tierra, por su condición de tal, única y exclusivamente. Ni más, ni menos.

¿Representante? No es una cuestión de negarle o restarle legitimidades: de ese tipo de ejercicios, aun cuando sea con otros destinatarios, ya se encarga, con dudosa fortuna, el ínclito don Mariano (Rajoy, por más señas). Pero, en cuanto a la representatividad, es lo chungo que tiene esto de las convicciones democráticas: a los que no sólo las tenemos –me consta que también las tienen millones y millones de católicos-, sino que entendemos que han de tener vigencia práctica en cualquier empeño que aúne libremente a un colectivo de personas –y esto segundo ya me parece que no lo tienen tan claro los seguidores católicos más fervientes-, nos resulta palmario que ésa sólo la puede otorgar un sistema electivo que establezca un vínculo lógico y coherente, articulado a través de un adecuado sistema de manifestación de voluntad al respecto, entre representados y representante. En el caso de este señor, elegido por una curia compuesta por poco más de doscientos señores –a los que tampoco ha elegido democráticamente nadie- entre una grey de cientos de millones de personas (según propia confesión: los datos no son míos, son suyos...), está claro que podremos hablar de muchos otros conceptos –importancia, relevancia, referencia-: de representación, lisa y llanamente, no.

¿Un referente para millones de católicos de todo el mundo? Probablemente, no seré yo quien lo discuta. Tampoco creo yo que haya mucha gente dispuesta a rebatirme un hecho tan incontrovertible como el de que comparte tal condición de referente con Ronaldinho, Nicole Kidman o Julio Iglesias. Es lo chungo que tiene esto de la preponderancia casi exclusiva de lo mediático: termina metiendo en el mismo saco frutas de muy diferente color, textura y sabor. Y a quien pudiera, con buen criterio y mejor voluntad, esgrimirme que, en el caso del papa romano, su condición de referente abarca, o se extiende, a ámbitos que los otros tres personajes nombrados no alcanzan ni pueden alcanzar, le pediría, humildemente, que sometiera ese aserto a la "prueba del sábado noche". Es muy sencilla de realizar: se trata de verificar, calculadora en mano, cuántos de esos millones de sus seguidores dedican un sábado noche a: a) ver un partido de fútbol en el que juegue Ronaldinho; b) ver una película protagonizada por Nicole Kidman; c) escuchar un disco de Julio Iglesias; y d) leer las últimas obras del señor Ratzinger. Y, con los números en la mano, hablamos: que obras son amores, y bla, bla, bla... (la frase también es de ellos, no mía). Ah, por supuesto, no le pediré a mi contertulio que cuente, también calculadora en mano –y aguantando el sudor frío...-, cuántos de esos millones de seguidores dedican el mismo sábado noche a actividades tan placenteras como poco caras a la jerarquía eclesiástica: afortunadamente, muchos más que los que se dedican a las cuatro antes nombradas. Y mejor para ellos, naturalmente.

En cualquier caso, ya les insisto, amigos lectores: respeto; ante todo, mucho respeto, y, a ser posible, mutuo (esto, más que la expresión de un deseo, es una humilde petición, que reitero por lo poco atendida que me la suelo encontrar). Y los unos, a lo de unos; y los otros, a lo de otros; y todos contentos, que cada cual es muy libre. Mejor así, supongo.

A salto de mata VI: C'est fini (o se acabó lo que se daba...)

Por Manuel Márquez - 2 de Julio, 2006, 18:01, Categoría: A salto de mata

En ciertas situaciones, ante ciertos temas, quizá resulta conveniente esperar a que las marejadas mediáticas vayan remitiendo antes de lanzarse a emitir la opinión propia sobre el evento o circunstancia en cuestión: en el fragor batiburrillero, lo normal es que una humilde y tímida vocecita no llegue siquiera a oírse, menos aún a escucharse. Y no, amigos lectores, no se trata de una postura ventajista, basada en la pretensión de aprovecharse, fagocitándolas, de las toneladas de tinta (y cibertinta) vertidas con anterioridad sobre el asunto de marras, aunque tampoco cabe descartar que, a base de las numerosas lecturas de opiniones ajenas, algo termine filtrándose de las mismas en la formación y formulación de la propia; es algo mucho más sencillo: es el lujo del bloguero desahogado, que no tiene por qué tener prisa alguna en escribir sobre un tema en concreto, porque la actualidad y su blog son dos elementos de muy incierta –y, a lo sumo, circunstancial- ligazón (si es que existiera, que lo dudo). Así pues, pasados ya unos días, y con toda la calma del mundo, hablemos del enésimo fracaso de la selección española del fútbol, su eliminación en los octavos de final del Mundial de Alemania.

¿Fracaso? El fracaso es un concepto siempre relativo, se fracasa en función de una expectativa previa, de unos objetivos predeterminados cuya no obtención es la que determina, precisamente, su surgimiento. Y si hablamos de unos objetivos previamente señalados, supongo que todos podemos convenir en que, para que éstos sean realistas y, por tanto, dignos de ser entendidos como tales, han de estar fundados en una serie de premisas lógicas, razonables y coherentes, en función de un conjunto de circunstancias que, a tal efecto, se toman en consideración. Si yo proclamo a los cuatro vientos que el próximo año tengo previsto alcanzar una marca personal de 9"50 metros en la prueba atlética de salto de longitud, lo que estoy formulando no es un objetivo, sino un disparate, una memez, porque no existe fundamento lógico alguno sobre el que pueda basar esa pretensión (que, además, y como decía el torero aquel, no puede ser porque no puede ser, y, además, es imposible...).

Desde esa perspectiva, ¿cuál era el objetivo de la selección española en los Mundiales (ojo, me refiero al objetivo que cabía formular bajo las premisas arriba apuntadas, no ese globo que ciertos medios de comunicación, que han hecho de la participación española en el Mundial una referencia omnipresente –por obvios intereses comerciales, dado que se trataba de su producto estrella para esta temporada-, han hinchado hasta extremos que causaban vergüenza, tanto propia como ajena)?. Pues, posiblemente, el alcanzar el escalón que, finalmente, se ha alcanzado. ¿O es que los precedentes –más bien ruinosos- de campeonatos anteriores, o la marcha –más bien penosa- del equipo en la fase de clasificación, o el juego –más bien pobre- exhibido en los partidos preparatorios, invitaban a pensar en otra cosa? No me hablen de la primera fase; rivales como Ucrania, Túnez o Arabia Saudí no son, precisamente, los más adecuados para medir las posibilidades reales de un equipo que ha de afrontar las fases eliminatorias; no tanto por el potencial que pueden exhibir los equipos contrarios que alcanzan las mismas (que también), sino por la misma naturaleza y enfoque de dichas fases, en la que, sin margen para el error, sólo sobreviven aquellos que tienen claro que, puestos en la tesitura del morir o matar –futbolísticamente hablando, por supuesto-, hay que matar. La selección española ya ha demostrado sobradamente que, puesta en tal tesitura, da igual se apele al músculo (como tradicionalmente se hizo) o al cerebro (como parece haberse hecho en este campeonato), como en Sevilla: hay que morir. Y se muere. Y a casa. Y punto. Y final.

Visto así, no hay fracaso. Y, si no hay fracaso, no hay problema. Y, si no hay problema, no existe la necesidad de plantearse la búsqueda de soluciones. ¿O sí? Porque si de lo que hablamos no es de objetivos –aquello que se pretende bajo un fundamento lógico-, sino de aspiraciones –aquello que se desea, que se quiere conseguir-, es posible que las de la selección española sí sean más elevadas. Y para alcanzarlas, habida cuenta que la situación, a estas alturas, parece requerir más propiamente de un genio del diván futbolero que de la batuta de un sabio conocedor experto en la aplicación de determinados principios tácticos o técnicos, ¿no sería ya hora de despojarse de determinados prejuicios nacionalistas, y apelar a la capacidad acreditada de profesionales de allende nuestras fronteras que ya hayan demostrado, con triunfos y títulos en la alta competición, su valía al respecto? No podemos cubrir el plantel de jugadores con argentinos, alemanes, italianos o brasileños –que parecen disponer de un gen competitivo que aquí, en España, y salvo para jugar a los chinos, a la "pleisteishon", o negociar sus brutales percepciones económicas, los futbolistas debieron perder en los tiempos de Atapuerca, más o menos...-, pero sí podemos contar con un técnico de alguna de esas nacionalidades. Ahí está el ejemplo de Scolari, en Portugal: no parece que les vaya nada mal, más bien todo lo contrario. E, insisto, no creo que nadie deba rasgarse las vestiduras –porque, afortunadamente, no pasa nada, nada en absoluto-, cuando, domingo sí, domingo también, encontrar a más de tres ó cuatro jugadores nacidos en España en la alineación de los principales equipos de nuestra Liga ha llegado a convertirse en algo casi anecdótico.

Muchas otras cuestiones colaterales, y en cuyos recovecos me gustaría extenderme con disquisiciones mil, se van a quedar en el cibertintero –no sé si destinadas a ser rescatadas en ulterior momento, o condenadas a que sean otros los que sobre ellas opinen más extensamente (por fortuna, posiblemente...)-, despachadas con un mero apunte. O dos. El primero, la constatación de que hemos vivido el enésimo episodio de utilización política del fútbol, herramienta distractiva, en el más puro (y rancio) estilo franquista, en una demostración evidente de que la derecha y las oligarquías, con la imprescindible colaboración de una izquierda nominal exquisitamente educada, siguen gobernando este país (nunca han dejado de hacerlo, hasta la fecha...) –no es un fenómeno exclusivo de España, desde luego: veo los fastos franceses tras su victoria del pasado martes (y los datos de audiencia televisiva), y no me llega la camisa al cuerpo...-. Y el segundo, la preocupación que me genera el comprobar cómo se siguen reproduciendo, con el silencio vergonzante de medios supuestamente progresistas (a ver quién es el guapo que jode la fiesta, con lo que ha costado montarla...), pautas de comportamiento racistas y fascistas camufladas bajo supuestas exaltaciones patrioteras: no son ni mayoritarias ni, como en el caso del fenómeno anterior, exclusivas de nuestro país, pero mirar hacia arriba y silbar no creo que sea la política más adecuada. ¿O es que nos da miedo pensar que, en el fondo, podemos compartir algo más que la mera condición humana con ese hatajo de descerebrados que, bajo la "coartada-masa" del fútbol, se dedica a dar rienda suelta a sus instintos más cafres y deleznables? Quisiera pensar que no, y que, visto lo visto, en volumen y extensión geográfica –incluso para las excepciones: tampoco debe ser casual que uno de los pocos pueblos en que no termina de calar masivamente, sea el mismo que vota mayoritariamente a un señor como George Bush...-, lo de la pasión futbolera es, definitiva y felizmente, otra cosa, basada en un divertimento, un juego. Eso, otra cosa....

El Blog

Calendario

<<   Julio 2006  >>
LMMiJVSD
          1 2
3 4 5 6 7 8 9
10 11 12 13 14 15 16
17 18 19 20 21 22 23
24 25 26 27 28 29 30
31       

Sindicación

Webs de cine

Estadisticas y contadores web gratis
Oposiciones Masters
Suscribir con Bloglines Add to Netvibes
Alojado en
ZoomBlog