Vienen a coincidir en estas últimas fechas informaciones variadas acerca de dos megaestrellas del mundo del pop-rock internacional, como son Bono y Madonna, y sobre cuyos detalles, dado que han sido suficientemente difundidos en, prácticamente, todos los medios, me abstendré de entrar. Y tampoco se trata de una circunstancia extraña, ni extraordinaria, sino, más bien al contrario, de la más común de las monedas.
Grandes estrellas omnipresentes, de manera permanente, en los medios de comunicación más señalados, Bono y Madonna generan, de manera torrencial, toneladas de información que, si por algo fundamental se caracteriza, es porque siempre viene a redundar en una cierta "imagen de marca" que impregna a uno y a otra. En el caso de Bono, la del artista solidario y comprometido; en el de Madonna, la de la estrella escandalosa y provocadora. Se trata, evidentemente, de etiquetas, y, como tales, obedecen a una mezcla de realidad y ficción, certeza y falsedad, que, eso sí, genera inequívocamente un beneficio para su portador (o portadora): punto en el que radica el auténtico quid del asunto, como bien pueden comprender mis amigos lectores.
De todos modos, no cabe confundir un caso con otro, aun cuando existan coincidencias obvias entre ambos, ya que también existen diferencias sustanciales: mientras que en el caso de Bono (y, ojo, que se trata de un artista por el que no guardo una especial simpatía personal, aunque tampoco le tenga mayor animadversión), creo que nos encontramos ante una relación simbiótica entre el personaje público y las causas a las que, al menos aparentemente, sirve (y de las que, a su vez, se sirve para alimentar esa imagen de hombre comprometido y concienciado con los grandes problemas de la humanidad, que tan buenos réditos le proporciona en su traducción a venta de discos), en el caso de Madonna no parece haber causa más consistente y verificable que la del engradecimiento de su (ya bastante voluminosa, supongo) cuenta corriente.
Son planteamientos, enfoques, que, personalmente, no me gustan, en la medida en que implican la proyección de aspectos personales sobre la valoración artística de estos personajes, pero me temo que, en este mundo globalizado y sometido al imperio del estereotipo y de la imagen convenientemente cultivada, es difícil escapar a ellos. E, insisto una vez más, siempre que hay tener muy claroque se trata de supuestos que, desde situaciones de partida bastantes similares, también presentan diferencias de fondo.
En el caso de Bono, recuerdo que durante mis (bastantes) años como militante (bastante) activo de Amnistía Internacional, siempre renegué, incluso jurando en arameo, de las actitudes –en algunos casos, tan falsas como una moneda de chocolate...- de estos artistas que, como él, contribuían a prestar su imagen pública a la difusión de las actividades y fines de la organización, pero jamás dejé de reconocer, desde un mínimo de realismo y sensatez, lo positivas que resultaban para la obtención de más apoyos, tanto personales como económicos; o sea, que su eficacia estaba más que demostrada, y poco cabía objetar al respecto. Por otro lado, y a la hora de hacer una valoración positiva, aunque sólo sea en parte, y en contra de los gustos personales, tampoco podemos olvidar otras dos circunstancias fundamentales: se trata de un apoyo que, sin proyección pública, pierde la práctica totalidad de su potencial (con lo cual su prestación callada y anónima, aun cuando sería algo moralmente muy estimable, no tendría la efectividad antes apuntada); y, además, no podemos olvidar que existe una infinidad de artistas que, en similar circunstancia, y pudiendo prestarlo igualmente, prefieren reservar sus alardes para otras causas más personales.
Como, por ejemplo, Madonna. Esta señora tuvo muy claro, desde los inicios de su carrera, que lo de cultivar megalómanamente una imagen de transgresión, rebeldía y provocación le reportaría pingües y prolongados beneficios: visto lo visto, no cabe más que reconcer que, ciertamente, no se equivocó. Eso sí, también se habría de tener igual de claro que, más allá de escándalos de pacotilla y polémicas artificialmente engordadas y alimentadas por la multinacional discográfica de turno, Madonna Louise Ciccone transgrede poco y se rebela menos aún; al menos, este humilde escribiente carece de constancia alguna de la existencia de algún elemento del orden social establecido que haya visto peligrar seriamente los pilares en que se soporta por mor de las obras (y gracias) de la ínclita artista. Colocarse sobre los pechos unos conos afilados, diseño Gaultier, y un par de crucifijos, no rompe ninguna regla sacra; ni marcarse unos bailecitos procaces con una docena de tíos cachas en videoclips que más parecen destinados a pajilleros irredentos que a seguidores habituales de la música pop, empuja a nadie a las barricadas contra la moral sexual convencional. Ahora parece que, con su nuevo espectáculo, la emprende contra los políticos más destacados del nuevo orden mundial (Bush y Blair, fundamentalmente). Todos tranquilos, la sangre no llegará ni al 10 de Downing Street, ni a la Casa Blanca, ni al río, ni a ningún sitio. Las cosas de esta chica...
Algo sí que les puedo asegurar, amigos lectores, más allá del juicio de valor que personajes como Bono, Madonna y unas cuantas docenas más de ralea similar me puedan merecer: los solidarios, los justos, los rebeldes y los transgresores están en otros sitios, porque las luchas que ellos libran tienen lugar muy lejos de los oropeles, los fastos y los escenarios en los que aquellos se suelen mover. En serio...